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El triunfo de la libertad
No me gusta pensar que Zoe es mi hija porque nadie es de nadie, nadie es propiedad de nadie, Zoe es Zoe y yo soy Jaime y si bien ella se originó en un acto de amor en el que participé libre y felizmente (deseando tener un hijo, olvidando que es mejor tener una hija), su vida es un hecho que ahora me parece necesario, obligatorio, algo que tenía que ocurrir.
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Jaime Bayly,La columna de Jaime Baylyhttp://goo.gl/jeHNR
No la veo entonces como mi hija sino como una persona única y maravillosa que no podía dejar de existir, que tenía que nacer y sonreír. Zoe tenía que ser Zoe y mi inmensa fortuna es que naciera cerca de mí, porque tal podría no haber sido el caso. Me parece que ella de todos modos tenía que ser ella, en mi familia o en otra, conociéndome como ya me conoce o sin conocerme nunca, lo que tal vez le hubiera resultado más conveniente, no lo sé. Es decir que Zoe podría ser una mujer completamente alejada de mí, pero no lo es, es una mujer que vive en mi casa o yo soy un hombre que vive en su casa y ambos nos necesitamos de una manera que no consigo describir con palabras y acaso se explica mejor en silencios, en sonrisas, en miradas risueñas.
No creo que sea mérito mío que Zoe exista, no creo que su existencia dependa de mí en modo alguno, creo que ese destino humano que ahora llamo Zoe tenía que forjarse en el vientre de Silvia de todos modos, con mi contribución o sin ella, conmigo mirándola o sin verla nunca. Ya sé que lo que digo no tiene sentido desde el punto de vista genético, pero ese no es mi punto de vista, mi punto de vista es el de un hombre que mira con amor a una pequeña mujer que aún no sabe hablar, mi punto de vista es ella, ella es el punto exacto en el que se posa y recrea mi vista, ella es la luz que ilumina mis penumbras. El mérito de que Zoe exista es de Silvia, por supuesto, que la alojó en su cuerpo durante largos meses, y es principalmente de Zoe, que, pese a todo, contra viento y marea, comprendió que no tenía otro camino que el de nacer, respirar, abrir los ojos y escuchar que otros la llamasen así, Zoe, o más frecuentemente como a Silvia y a mí nos gusta llamarla, Tiki, Tikita, Tikitita, Piki, Pikita.
Cualquiera es padre de su hija o hija de su padre, esos son hechos que ocurren porque tenían que ocurrir, yo no elegí ser hijo de mi padre ni Zoe eligió ser mi hija, esos son los hechos, solamente los hechos, unas formalidades escritas en los registros públicos, unas palabras antiguas, hija, padre, que nos designan, que nos conceden un papel en el gran teatro que es la vida y que nos asignan unas dependencias y unas obligaciones que van cambiando con el tiempo. Lo difícil, lo enormemente difícil, es que Zoe y yo seamos amigos, de verdad amigos, y que ella no me vea como su padre sino como un hombre a secas, como un hombre que ha tenido la extraña e inmerecida fortuna de conocerla, y que ella no me diga papá o papi, sino Jaime, simplemente Jaime, que tampoco es el nombre que yo elegí, es el nombre que me fue dado porque así se llamó un señor que fue mi padre y otro que fue mi abuelo, pero no se me ocurre una manera mejor o más exacta de llamarme que esa. No conozco muchos hijos que sean amigos de sus padres, mi padre no fue amigo de su padre, yo no fui amigo de mi padre, tal vez por eso aspiro a que Zoe sea mi amiga, no mi hija, y que su felicidad sea una fuerza segura e ineludible que no dependa en absoluto de mí.
Los padres a menudo nos engañamos y pensamos que nuestros hijos dependen de nosotros más de lo que realmente nos necesitan, que existen gracias a nosotros, que comen y duermen y sobreviven debido a que gozan de nuestra protección, pero esa es una manera torpe y narcisista de ver las cosas, los hijos no son nuestros hijos, no son nuestros ni son de nadie, son personas, individuos, vidas autónomas, pequeñas fuerzas de la naturaleza que en cualquier caso tenían que irrumpir y hacerse respetar. Yo podría decir que Zoe depende de mí para sobrevivir, que pago la comida que ella come y la ropa que viste y los cuidados amorosos de María e Hilda que le permiten seguir viviendo con bastante comodidad, pero decir eso sería mentir, mentirme, porque Zoe seguirá siendo Zoe si yo dejo de pagar lo que ahora pago y seguirá siendo Zoe si dejo de existir y será Zoe todo el tiempo que le corresponda ser Zoe, ni un minuto más ni un minuto menos, y eso es algo que ocurrirá con prescindencia de mí, al margen de mí, independientemente de mí. Y eso mismo es lo que le conviene a ella, por cierto: ser independiente de mí, cifrar su felicidad en ella y no en mí. Lo que a Zoe le conviene no es necesariamente ser mi amiga, lo que le conviene es ser necesariamente feliz y su felicidad no siempre será necesariamente la mía y cuando ella tenga que elegir entre su felicidad y la mía, deberá elegir la suya, siempre la suya, aun si eso me hace infeliz.
Durante algunos años intenté ser amigo de dos mujeres llamadas Camila y Paola y creo que fuimos buenos amigos y nos reímos mucho y supimos querernos alegremente, sin temores ni formalidades. Eran mis amigas, mis mejores amigas, lo mejor que me había ocurrido, eran las niñas de mis ojos, todo lo bueno que había en mi vida, lo más lindo y divertido y ciertamente lo más estimable y admirable. Por mi culpa, solamente por mi culpa, esa amistad se interrumpió, se quebró, una sombra ominosa la eclipsó, y aunque sigo pensando que son mis amigas y que algún día volveremos a abrazarnos y reírnos, lo cierto es que no supe estar a la altura de la amistad que habíamos forjado y las defraudé y ellas comprendieron que debían ser felices lejos de mí, olvidándome, entregándose con pasión al destino único e irrepetible de ser ellas mismas, no mis hijas sino ellas, Camila y Paola, dos mujeres que me premiaron con su amistad y ahora saben que es peligroso e insensato confiar en mí.
No por haber fracasado con Camila y Paola me digo que mi amistad con Zoe fracasará también: cada día que paso lejos de Camila y Paola y sin saber nada de ellas es un día en el que consigo sobrevivir a duras penas gracias a que Zoe me mira y me sonríe y, sin sospechar que es una imprudencia, se deja querer por mí. No exagero si digo que la vida de Zoe no depende de la mía como la mía depende desesperadamente de la suya. No me perdono haberles fallado a Camila y Paola y sin embargo a veces me consuela pensar que tal vez les fallé porque quería ser amigo de Zoe, conocerla, estar a su lado cuando más me necesitaba, y por desgracia no tuve la inteligencia ni la generosidad para encontrar el camino de ser un buen amigo de las tres al mismo tiempo y sin lastimar a nadie. Pero eso no es lo que importa y es ya el pasado, lo que ahora importa es que Camila, Paola y Zoe, lejos de ser mis hijas y muy por encima de ser mis hijas y liberadas de los riesgos y las fatigas de ser mis amigas, sean plena y felizmente lo que ellas quieran ser y que sus vidas sean el triunfo de la libertad personal y no el de las penosas servidumbres que impone la familia.
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